por Uriel Bederman
El hijo de un amigo, de unos cinco años, llama “nacitorio” al sanatorio. Su palabra no existe en los diccionarios aunque es perfecta para contar su percepción: cada vez que visitó un hospital fue para festejar un nacimiento y nunca, todavía, para saludar a un convaleciente que espera sanar.
Por su lucidez, la originalísima “nacitorio” se parece a otras palabras que sí acepta la academia: anteojos, parabrisas, lavarropas, submarino, computadora, cafetera, licuadora, altavoz, sacapuntas. Hay otras que lo intentan pero se quedan a medio camino: el ascensor también sirve para bajar y el destornillador no sólo afloja las tuercas, también las ajusta.
Aquellas palabras (en su mayoría determinadas por la función o por el uso) aventajan por mucho a “mesa”, “banana” o “dedo”, cuyos respectivos orígenes han sido arbitrarios o azarosos. O que acaso sean bifurcaciones de bifurcaciones de otros idiomas, movimientos de la lengua lo largo de los siglos y los mares que, en sus orígenes tal vez, sí fueron coherentes a la cosa que se nombra.
Porque la distancia coloca vidrios opacos entre la comprensión y la realidad, una buena idea es observar el nacimiento de las nuevas palabras.
Las cosas por su nombre
El símbolo arroba (@) es un lindo ejemplo que nuestra era reinterpretó: presente en las direcciones de correo y en las cuentas de Instagram y Twitter, esconde algunas particularidades vinculadas a su circularidad.
Empleado desde el siglo XVI como una medida de peso (correspondía a unos 12 kilogramos) y más tarde utilizado en la locución “por arrobas” para referir a la abundancia; llegó a las máquinas de escribir debido a su uso en el ámbito comercial.
En 1971, cuando se envío el primer correo electrónico de la historia, el inventor de las cartas digitales eligió el símbolo presente en su teclado para separar el nombre de usuario y el del dominio, consiguiendo de ese modo una continuidad. Tuvo lógica: el arroba no se usaba para mucho y además sirvió para decir “tal usuario en tal dominio”, siendo que una de las acepciones del símbolo en inglés es “at” (en español “en”).
Lo jugoso llegó después: a medida que se popularizó, el arroba recibió nuevos nombres que se basaron en su forma. Por ejemplo, en Italia algunos llaman al símbolo “chiocciola”, que significa caracol, y en hebreo hay quienes le dicen “strudel”, en referencia al postre de manzana que, visto de perfil, también tiene las vueltas. En otros idiomas le llaman “trompa de elefante” o “cola de mono”, por ejemplo en alemán, rumano y holandés.
Seguramente el mundo sería un lugar más agradable (o más ameno para habitar) si las cosas se correspondieran con sus nombres. Por eso me gusta mucho más «nacitorio» que sanatorio, aunque la costumbre nos haya engañado para creer que la primera de esas palabras está mal dicha y nos obligue a corregir al niño, riéndonos tiernamente de él sin saber que con su método nacieron muchas de las palabras que vociferamos a diario.